LA HABANA, Cuba.- En Cuba abundan los refranes sobre el buen comer y su contrario, y eso prueba que la comida estuvo siempre en el centro de nuestras vidas, en nuestros imaginarios. Aunque nuestra bibliografía culinaria no tuviera un Brillat Savarin, sí tuvimos apetitos y muchos sueños que giraban alrededor de la mesa, y aún persisten, a pesar de todo. En el imaginario cubano siempre aparecen las bondades de la mesa, pero tristemente no llegan jamás a la realidad.
La mesa fue siempre el más importante de los muebles de las casas cubanas. Yo, aunque nací después del gran desastre de 1959, recuerdo a la familia reunida alrededor de la mesa. Recuerdo a mi padre mirando con detenimiento a la mesa, vigilando que estuvieran puestos los cubiertos en el justo orden, ese orden que indicaba eso a lo que él llamaba “reglas de urbanidad”. Y no hacía falta que dijera una palabra; cuando él se sentaba a la mesa todos lo hacíamos, y en silencio.
Durante toda mi infancia nuestra mesa tuvo todos los cubiertos, y las servilletas de telas con algún bordadito en una de las cuatro puntas. Todos entendíamos su “visto bueno” para empezar. Mi padre repudiaba la “tomadera” de agua que, según él, solo debía ser al final de la comida y para ayudar a la digestión. No sé si tenía la razón, pero “obedecíamos”, incluso los fines de semana, cuando regresábamos mi hermano y yo de la beca de apuros y bandejas, de la beca en la que todos los cubiertos se resumían en la cuchara, y se “jamaba” con la boca abierta y con mucho apuro, y a falta de servilleta nos limpiábamos la boca con el dorso de la mano.
Si ahora recuerdo a mi padre, la culpa es de ese fraile dominico y brasileño que conocemos como Betto. Ese fraile intruso que jamás luce el hábito de los hermanos dominicos, ese fraile que pretende ahora cambiar nuestros hábitos alimenticios. Él quiere guiar en la mesa a quienes desde hace sesenta años no decidimos lo que comemos, quienes hace muchos años recibimos un pobrecillo y zocato pan, cuya venta anota el panadero en la libreta de racionamiento, de la misma manera en la que el bodeguero anota las libritas de arroz y azúcar, las onzas de frijoles o la librita de aceite.
El fraile nos advierte ahora las bondades de la cáscara de la papa cuando la freímos, cuando la dejamos tostadita y crujiente; y yo me pregunto si en sus muchísimas cenas con Fidel Castro se atrevió a recomendar al barbudo que friera cáscaras de papa para comerlas luego. No puedo imaginar las burlas exaltadas que dedicaría Castro al fraile, ese fraile que sin dudas conocía muy bien la fruición que dedicaba Fidel al buen comer.
Fidel Castro comió bien en su prisión pinera, según contara él mismo en alguna carta, y sin dudas también se dio sus gustos en aquella sierra oriental en la que se levantó contra Batista. Fidel amaba los helados y fue esa fruición la que hizo que en La Habana se inaugurara la heladería Coppelia. Fidel adoraba los quesos y comió los mejores “productos del mar”. Fidel tuvo la “suerte” de tener un chef en la sierra, que le cocinaba reconociendo sus preferencias. Fidel recibía, allá arriba, quesos, y su chef se encargaba de preparar la charcutería, de preparar su “ropa vieja”.
Y yo, por más que lo intento, no consigo imaginar a Fidel Castro friendo cascaras de papa, pero sí puedo imaginar a Coppola mirando la fruición culinaria de la “Cossa Nostra Cubana”. Y también vuelve a mi cabeza una y otra vez, por culpa de ese fraile brasileño, la escena de las langostas en “Annie Hall”, esa en la que escapan las langostas, como siempre se nos escaparon y perdieron a nosotros los cubanos, mientras Woody Allen intenta atraparlas en esa loca escena en la que yo me imagino con frecuencia. Y percibo los rumores de mi estómago vacío.
Así pasamos los últimos sesenta años; persiguiendo el arroz, soñando con frijoles, procurando el pescado que no existe ni en los “centros espirituales”, aunque nos rodee el mar por todas partes. Nuestros delirios nos hacen ver a la langosta en el plato, y la realidad advierte que estamos ofuscados, que la nevera está vacía, que no tiene pollo y tampoco cerdo, que el ganado vacuno jamás llegará al congelador ni a la cazuela, que la vida se nos va mientras procuramos la comida.
Y ahora el fraile brasileño, y dominico, nos recomienda freír cáscaras de papas y yo tengo ganas de hacer añicos el televisor, y maldigo al fraile comunista que no propone el tubérculo, que propone su envoltura. Dominico, como el brasileño, fue Bartolomé de Las Casas, que creyó en los derechos humanos y defendió a los indios y a los negros. El fraile Antonio Montesino se preguntaba cuál era la justicia en esa servidumbre a la que eran sometidos los indios opresos, fatigados y enfermos a los que tanto nos parecemos los cubanos de hoy; quienes no queremos comer cáscara de papa frita, que queremos papa, y más que papa, y sobre todo la libertad que nos quitaron sus socios de contienda, quienes jamás freirán la cascara de papa para comer. La barriga llena de cáscaras no propicia libertad. Dime qué comes y te diré si eres pueblo o eres gobierno, si eres el fraile Betto.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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