LA HABANA, Cuba.- Cada vez es menor la parte de La Habana que semeja la capital de un país: los exclusivos y excluyentes Miramar, Vedado y Nuevo Vedado, donde reside la elite privilegiada, en mansiones enrejadas; las Habana Vieja —las dos, la engañifa de Eusebio Leal para captar dinero de los turistas extranjeros, y la de los cubanos de a pie—, y Centro Habana, que aún conserva algo de lo que fue, a pesar de las cuarterías ruinosas, los derrumbes y los edificios apuntalados o en “estática milagrosa”.
El resto de la ciudad, la mayoría de los municipios, donde se concentra la mayoría de la población, se ha ido haciendo más periferia, ruralizándose, convirtiéndose en una especie de favela, donde se vive como se puede.
Si uno recorre Arroyo Naranjo, San Miguel del Padrón, Guanabacoa, Cotorro, La Lisa, Marianao, y partes de Diez de Octubre, Boyeros, El Cerro y Habana del Este, tendrá por momentos la impresión de estar en el campo. Coches y carretones tirados por caballos; patios y jardines cercados con cardón espinoso, oxidadas planchas metálicas o trozos de fibrocemento; rústicas casa de tablas, con techos de tejas que arrancará el próximo ciclón; platanales, gallinas y patos en los jardines; corrales de puercos en los patios; parques convertidos en yerbazales, fogones de leña en los parterres… A eso, súmele el fango cuando llueve, debido a los baches en la calle, los salideros y las aceras destruidas por las ruedas de camiones y tractores.
Eso, por no mencionar el cinturón de los llega y pon que rodea la periferia capitalina, Indaya, Cambute, Guncuní, Los Mangos y otros barrios marginales, o “barrios insalubres”, como prefieren llamarlos los mandamases, tan dados a los eufemismos con tal de no llamar a las cosas por su nombre.
De nada valen los intentos de Planificación Física por imponer cierto orden en medio del caos urbanístico. En vez de eso, lo que hacen, desalojando y demoliendo, es ponerlo todo peor: generar corrupción, cometer abusos con los más necesitados que no tienen para sobornar a los inspectores, agravar aún más el déficit de viviendas.
Muchos culpan de la ruralización de La Habana al influjo de los orientales, o “los palestinos”, como algunos los llaman despectivamente. Se refieren al incesante aluvión de personas procedentes de las provincias orientales que emigran hacia la capital buscando mejorar sus condiciones de vida, y que no ha logrado ser contenido con el decreto 217, ese aberrante engendro jurídico que convierte en inmigrantes ilegales, sujetos a ser arrestados y deportados a sus lugares de origen, a personas que no tengan un permiso oficial para mudarse dentro de su propio país.
Los orientales que no tienen problemas para residir en La Habana son los que vienen para servir como agentes de la PNR, o a trabajar en contingentes de la construcción y que si es preciso, como ocurrió durante el Maleconazo, tienen que fungir de represores parapoliciales en las brigadas de respuesta rápida.
Culpar a nuestros paisanos del interior del país por la decadencia capitalina es un chovinismo ridículo que solo hace dividirnos a los cubanos más de lo que lastimosamente ya estamos.
El castrismo es el culpable de que la mayor parte La Habana, más que ruralizarse y afearse, se haya convertido en esta gran villa miseria.
Los guerrilleros que nos impusieron esta penitencia que ya dura 61 años, hoy son una claque de vejestorios retranqueros, egoístas, aferrados al pasado, a su poder y a sus privilegios. Son ellos los culpables del desastre, no los vecinos de nuestros barrios —vengan de donde vengan, no importa su acento cantarín— que comparten nuestras vicisitudes, y que, como nosotros, se las arreglan como pueden para sobrevivir.
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