SAN JUAN, Puerto Rico, marzo, 173.203.82.38 -Al ver a una multitud formada por miles de personas gritando consignas y aplaudiendo frenéticamente a un tirano, hay quienes suponen que éste es amado y que cuenta con el apoyo del pueblo, sin embargo, cuando se termina el acto, no son pocos los que hacen críticas mordaces al que antes aplaudían, y muchos ni siquiera recuerdan lo que dijo. La explicación es sencilla, la mayoría concurrió para evitar represalias políticas y, una vez congregados, es sabido que la inteligencia de cada uno se diluye cuando los individuos se aglutinan en masas populares. La muchedumbre es irreflexiva, no piensa, es incapaz de meditar si lo que un orador exaltado y manipulador dice es cierto o incierto, lógico o ilógico. En las masas solamente priman las emociones y esto es algo que los tiranos han aprendido desde los tiempos más remotos.
¿Qué hicieron los enemigos de Jesucristo para presionar a Poncio Pilatos a que lo condenara a muerte? Soliviantar a las turbas para que pidieran la crucifixión. Inútilmente el prefecto romano trató de razonar con ellos preguntándoles qué mal había hecho, la respuesta de la plebe fue pedir su muerte. Le presentó entonces a Barrabás, un famoso bandolero para que escogieran a cuál debía soltar y la muchedumbre pidió la liberación del delincuente y la crucifixión de Jesús.
En la Antigua Roma, Calígula era temido y odiado por sus crímenes san-grientos, su locura le llevó a nombrar cónsul a “Incitato”, su caballo; mantuvo relaciones incestuosas con sus hermanas. El pueblo padecía hambre mientras él derrochaba el dinero construyendo templos y estatuas. ¿Y cuál era la reacción de la plebe congregada en el circo cuando el emperador hacía acto de presencia? Ovacionar al tirano gritando: ¡Ave César!
Años después, cuando se produjo el incendio de Roma, una muchedumbre enardecida se lanzó a las calles clamando venganza contra Nerón, pero él prometió darles pan y circo gratuitos. Al escuchar sus promesas, el sentimiento de odio se trocó súbitamente en agradecimiento y cientos de gargantas enronquecieron vitoreando al que hacía unos instantes pensaban derrocar. El tirano acusó de incendiarios a los cristianos y los lanzó a las fauces de las fieras que clavaron sus colmillos en los cuerpos de hombres, mujeres y niños, devorando sus vísceras mientras la multitud aullaba de alegría ante aquel espectáculo circense. Es frecuente que los tiranos estimulen a la plebe fomentando en ella las pasiones más abyectas, para convertirlas en instrumento de apoyo a su gobierno. Conviene aclarar que las turbas manipuladas no representan al pueblo, porque están integradas por cobardes que, dirigidos por representantes del gobierno, son capaces de cometer los actos más de-gradantes e inhumanos.
No son hechos aislados los que demuestran la irracionalidad de las turbas. Adolfo Hitler organizó actos de repudio contra los judíos, iguales a los que ahora realiza Castro contra los disidentes. Hitler fue el gestor del genocidio más atroz que ha conocido la historia de la humanidad, ordenó la muerte de millones de personas, pero cuando se paraba en la tribuna enardecía a las masas que lo ovacionaban considerándolo el salvador de la raza aria y se postraban ante él, incapaces de reflexionar que aquel asesino estaba hundiendo a Alemania.
El populacho, manipulado por un líder, es incapaz de un acto racional. Ningún presidente ha dicho estupideces mayores que Hugo Chávez. En diferentes discursos ha acusado a Estados Unidos “de causar el terremoto de Haití”, “de ser responsable del cáncer que sufren algunos presidentes latinoamericanos”, “de lanzar una epidemia de dengue hemorrágico sobre Cuba” y “de que el capitalismo había dejado sin agua, nada menos, que al planeta Marte”. La respuesta de la multitud ante tales disparates fue el aplauso. Si estas sandeces las dijese un niño de diez años, sus padres, avergonzados, le prohibirían repetir en público tales despropósitos. Las masas carecen de inteligencia, no razonan, por eso aplauden, admiradas, los rebuznos de un tirano.
En Cuba ha ocurrido otro tanto, las turbas pedían paredón contra víctimas muchas veces inocentes que eran fusiladas sin que un abogado pudiera disponer del tiempo necesario para hacer una defensa justa. Cuando a Fidel Castro se le ocurrían idioteces tales como desecar la ciénaga de Zapata, cuya extensión es de 175 kilómetros y un ancho máximo de 58, las masas aullaban de alegría mientras los ingenieros y especialistas reían a mandíbula batiente. Luego pasó por su cerebro la idea de hacer una zafra de 10 millones de toneladas de azúcar y el aplauso de la multitud fue mayor, entre tanto, el tirano barría con todos los que osaban dudar de su genial idea. Semejante a las locuras de Calígula ordenó construir en Nueva Gerona una estatua de mármol a una vaca llamada “Ubre Blanca”, a la que, gracias al ordeño diario de los periodistas de Granma, extrajeron tanta leche que hubiera podido sa-tisfacer las necesidades de todo el pueblo. Y al escuchar estas ideas descabelladas, la masa irreflexiblemente lo consideraba un genio.
Cada vez que las opiniones de los opositores al régimen resultan molestas, el gobierno castrista lanza a las turbas, cual jauría, contra ellos. No importa si hay que golpear mujeres indefensas portando solamente gladiolos en sus manos, cuando la plebe es manipulada por un tirano, los valores morales desaparecen, los sentimientos más bajos afloran y la cobardía se disfraza con una máscara de aparente valor, para cometer los actos más abyectos contra víctimas inocentes. Pero cuando llegue el final de la dictadura, porque nada es eterno en esta vida, muchos de los que ahora participan de los actos de repudio y juran estar dispuestos a morir por Castro, lanzarán improperios contra sus antiguos amos y, si tienen la oportunidad, los arrastrarán por las calles hasta darles muerte. No se trata de ninguna profecía, sino de un hecho que mil veces se ha repetido a lo largo de la historia.