MIAMI, Estados Unidos,- Sin el incidente de violencia física y verbal acontecido durante la pasada ceremonia de la entrega de los Premios Oscar, las distinciones y otras incidencias al uso hubieran sobrevivido unas horas en el ciclo noticioso internacional, más preocupado por la guerra absurda y criminal que Putin ha desatado en la Europa democrática.
De hecho, el actor y director de cine Sean Penn, quien se encontraba en Ucrania produciendo un documental, advirtió a sus colegas que si no dejaban hablar al presidente Zelensky durante la ceremonia él renegaría de sus Oscar y fundiría las estatuillas en un horno.
El gremio de actores, al parecer, no se preocupó mucho para que el valiente presidente-actor utilizara la plataforma internacional de la ceremonia, y la tragedia de Ucrania solamente disfrutó de una suerte de minuto de silencio con pantalla de televisión en negro, donde se reclamaba ayuda material para los necesitados en la contienda bélica.
Por cierto, no hay noticias de que Sean Penn, cúmbila de Chávez y Evo Morales, se haya citado con alguna fundición para derretir sus estatuillas doradas.
El caso de Ucrania pareció sobrepasar la capacidad política de la élite hollywoodense, que prefirió seguir entrometiéndose públicamente en leyes estatales consideradas amenazas para su manera de lidiar con la vida, en contraposición a la existencia laboriosa de quienes pertenecen a la llamada “canasta de deplorables” y son parte de su público.
La casta farandulera de Hollywood, las llamadas celebridades, están tan ensimismadas y distantes en su soberbia realidad que ya no saben ni aprovechar los saraos públicos donde pueden exhibir sus atrezos millonarios, para envidia de los pobres mortales, y se matan como Chamcumbele, en pleno agasajo.
Antes de la violencia física y verbal de la pasada ceremonia de los Oscar, Cher podía llamar la atención con un atuendo que se conserva hoy en el museo recién inaugurado de la Academia, o Marlon Brando enviar a una nativa americana para recoger su Oscar como protesta por los indígenas americanos muertos en el cine del oeste.
El barrio de Compton, en California, fue donde Richard Williams preparó a sus hijas Serena y Venus para ser campeonas del tenis profesional. Es un suburbio de población negra, pobre y ocupa el sexto lugar en crímenes violentos del estado.
En la película King Richard, donde Will Smith interpreta a Williams, este aparece amenazado por las pandillas de la comunidad, quienes se burlan de su empeño y pretenden seducir a sus hijas adolescentes.
Cierta vez le pegan tanto que lo dejan por muerto en la cancha que este pasado domingo Beyoncé engalanó para su extravagante número musical de apertura durante la ceremonia de los Oscar.
Resulta paradójico que Will Smith no haya tomado en cuenta tantas circunstancias de violencia en barrios marginales como Compton para razonar y buscar otra solución menos pasional al entuerto con Chris Rock.
Los instantes de una cachetada y gritos de palabras soeces hicieron olvidar la retórica artística de Beyoncé, la presencia de las Williams durante el espectáculo, el humor salvable de las presentadoras, otros premios ganados por artistas negros, la significación de la educación y el valor de la familia para escapar del círculo vicioso de la pobreza y el crimen que tanto afectan a sus iguales.
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