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LA HABANA, Cuba -“Mapa dibujado por un espía”, el tercero de los libros de Guillermo Cabrera Infante que han sido publicados póstumamente –los anteriores son “Cuerpos divinos” y “La ninfa inconstante”- gracias a Miriam Gómez, su viuda, deja un sabor amargo. Es un libro triste y angustioso.
Con la precisión de un diario, sin separación de partes o capítulos y escrito en tercera persona, el escritor narra los cuatro meses que permaneció retenido en Cuba, a disposición del régimen, en 1965, cuando debido a la muerte de su madre, regresó a La Habana, procedente de Bélgica, donde se desempeñaba como diplomático.
Cuando pasados los funerales iba a regresar a Bruselas, inesperadamente y por motivos solo conocidos por quien dio la orden, fue bajado del avión. Quedó entonces en un limbo, a la espera de que lo autorizaran a viajar o lo condenaran al ostracismo. Una situación verdaderamente kafkiana.
Recordemos que luego del cierre en 1961 de Lunes de Revolución, el suplemento cultural del periódico Revolución que dirigía Cabrera Infante, su situación era nada halagüeña. De hecho, su asignación como agregado cultural de la embajada cubana en Bruselas, con el seguroso Aldama velando sus pasos, de hecho fue casi un destierro.
En el libro, más bien apuntes que priorizan la memoria antes que la literatura, faltan los rasgos distintivos de Cabrera Infante: el humor, la agudeza, los juegos con el idioma. A cambio, hay una sinceridad desconcertante. Como la de un amigo en plan de confesiones.
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En este sentido, me impresionó mucho en lo personal. Conozco a varias personas que aparecen en el libro. Como Silvia, la muchacha con la que el autor vivió un tórrido pero sin futuro romance en sus últimos días habaneros. Vive en Santos Suárez y todavía tiene ojos de egipcia. Es hermana de un muy querido amigo mío residente en México. Sé que esa historia, ambientada en El Vedado, con background de Billie Holiday y Dave Brubeck, fue exactamente así porque hace años me la contaron.
“Mapa dibujado por un espía” es la asfixiante crónica de la desilusión, la decadencia de una ciudad y un modo de vida, el miedo, la simulación, la delación, la degradación, la inevitable paranoia resultante de no saber quién es quién.
Muchos de los amigos de Cabrera Infante lo traicionaron después que se exilió, abjuraron de él. Algunos ya en esa época, en que era poco menos que un secuestrado, se prestaban, por miedo, por envidia, por celos, por lo que fuera, a vigilarlo y delatarlo. Lamentablemente muchos de ellos ya no viven, para que al leer este libro recordaran cómo eran entonces y cómo sus vidas empezaron a transformarse en un infierno, consecuencia inevitable de haber vendido el alma al Diablo.
Pienso particularmente en el ya fallecido escritor Lisandro Otero. Uno llega a dudar si el personaje con ese nombre que aparece en el libro, disfrutando de la playa en Varadero, o en la casa de Carlos Franqui o cualquier otro de los amigos communes, compartiendo lo que había, lo poco que iba quedando, y hasta haciendo chistes que los mal pensados podían interpretar como contrarrevolucionarios, es el mismo que unos años después se ahogaba de rencor cuando hablaba de Cabrera Infante.
Muchas veces se le escuchó acusar al autor de Tres tristes tigres” de plagiar a Faulkner. Definía la obra de su antiguo amigo como “trozos de historietas, narraciones truncas, prosa inconclusa sazonada con ejercicios de pastiche, parodias acrobáticas, laberintos gratuitos, pésima y oscura sintaxis, supercherías gratuitas, alguna que otra agudeza, comadreos de aldea, bromas demasiado escuchadas”.
En plan de Sumo Literato, Otero reprochaba a Cabrera Infante “una acumulación verbosa y deshumanizada”, que según concluía, “no era verdadera literatura, sino fuegos de artificio”, y decretaba en vano su “anulación por el desarraigo”.
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Hablaba muy mal de Lisandro Otero su encono excesivo y enfermizo contra su antiguo amigo. No puede uno evitar sentir lástima por alguien capaz de sentir tanto resentimiento.
Pienso también en Pablo Armando Fernández. No logro conciliar la actitud del poeta temeroso luego de ser tronado de su puesto diplomático en Londres, que cuidaba no solo lo que hablaba, sino también el largo de su pelo y el ancho de las patas de sus pantalones, porque no quería tener problemas, que refiere Cabrera Infante, con la del poeta que presume de su amistad con Fidel Castro, quien lo rehabilitó, dejó que le confirieran el Premio Nacional de Literatura y la correspondiente pension en divisa y hasta le celebró su cumpleaños 60 por mediación de Miguel Barnet, otro bien rehabilitado.
El autor de Los niños se despiden” ha lamentado no haber tenido con Fidel Castro “una amistad en el sentido de compartir el tiempo que para eso se necesita”. Con Cabrera Infante sí tuvo ese tiempo y esa amistad. Y sin condicionamientos onerosos. Tal vez por eso no se ha sumado a los detractores. Solo que prudentemente evita hablar de esa vieja amistad.
Suelo tropezarme con Pablo Armando Fernández en sus habituales caminatas matinales por la Quinta Avenida de Miramar. Siempre que nos saludamos, tengo que resistir la tentación de comentarle el tema. Pero no lo hago. No lo haré. Respeto demasiado a los poetas de verdad. No vale la pena molestarlos con impertinencias.
Supongo que Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat y los demás amigos de Cabrera Infante que estén vivos, cuando lean “Mapa dibujado por un espía”, sentirán un salto en la conciencia por no haber sido más dignos y mejores. Tal vez sea tiempo todavía para poner en claro sus cuentas. Al menos con ellos mismos.