LA HABANA, Cuba. -Al ver hoy, 17 de diciembre de este año 2014 que Dios bendiga, al general Raúl Castro y al presidente Obama hablando sobre los sorprendentes asuntos cubanos de última hora que tan calladitos se tenían, recordé, por supuesto, a un amigo que con la cara sombría de los perdedores, me visito a principios de año. El pobre, un hombre desesperado que a mediados de los ´70 se marchó en una balsa con nueve más, todo ellos sin experiencia en las artes de navegación y de los cuales el farmacéutico que con él y dos niños de once y siete años tuvieron la suerte de llegar al Cayo arrastrados por las olas se ahorcó días después sin salir de la locura que el espanto y los soles de la azarosa travesía le causaran. Venía a enterrar a una sobrina-nieta y estaba muy triste, no por la defunción, no; por el escenario encontrado en su país. “Qué vergüenza”, repetía.
Las últimas reformas del régimen (“des-prohibiciones” las llamaba él) habían borrado las rayas que en su tiempo no se podían cruzar, las rayas que hicieron desgraciada su vida, aquellos cartelitos invisibles de “No pasar” cuyo recuerdo le suministrara el rencor que le mantenía vivo, y no sabía el infeliz, no sabía si ahorcarse como el boticario de su fuga o si llorar, si entrar pidiendo auxilio en un hospital de dementes o salir corriendo por la calle Neptuno, donde naciera, con un coctel molotov en cada mano para tirárselo a su pasado. Era un argumento de telenovela para OGlobo lo que me contaba.
Romance sin solución
Su abuela, mujerón de ojos verdes que nunca tuvo suerte con los hombres, se propuso a mediados de los ´60 permutar de Palma Soriano para La Habana, donde su novio del alma, Federico, único hombre al que amó después de enviudar, vivía agregado con una hermana cundida de hijos más su nuevo marido y el anterior: un cartero con el cual había terminado cuatro años atrás pero que por las leyes no lo podía sacar de su casa. Claro, quién de La Habana en su sano juicio iría a enterrarse en vida en Palma. Fue un romance sin solución con un final inevitable, pues ni Federico por razones de su trabajo podía abandonar La Habana, ni su abuela Irma tenía en La Habana dónde alojarse. A Federico se lo comieron los tiburones tratando de llegar a “la otra orilla” para mandarla a buscar, y su abuela, de treinta y cinco años al iniciar los trámites de la permuta, cuando muere en el 2010, ya de ochenta años y con una cadera afectada de sentarse todos los días a la puerta de su casa en un taburete con dos patas puestas adentro y dos en la acera a esperar al cartero, seguía en Palma, como el coronel de García Márquez que no tenía quien le escribiera, esperando la permuta de sus sueños.
No sabía a dónde pretendía llegar aquel viejo amigo, pero lo dejé seguir sin interrumpirlo. Tenía un hermano, ingeniero de profesión que a su regreso de una de las primeras guerras de ultramar le dieron un automóvil y cuando decidió venderlo (no le hacía falta, todavía el Chevrolet de su mujer tenía un kilometraje discreto) no pudo, no estaba permitido, el automóvil era suyo pero no podía venderlo, y como también estaba prohibido creer en Dios, y aunque ellos en su casa no eran gente de ir a menudo a la iglesia pero allí, enseñados por su padres, todo el mundo rezaba al acostarse, este detalle le impedía prosperar en su trabajo, aspirar a ser más útil desde arriba, así que un día no lo pensó más. Y también este hermano llegó.
Pues parece que en su familia existía un espíritu marino que los puso a navegar a todos, o por lo menos a los varones, tan marinos que quizá por eso los cinco nacieron en Neptuno. Con Isabel, en cambio, nacida en Lucena, fracasó. Isabel nunca se atrevió a hacerse a la mar, ni en las lanchas que venían a buscar pasaje. Pero sufrió mucho, la pobrecita. Vivió en la época en que al nativo cubano de adentro no lo dejaban ni acercarse a los hoteles, así que cuando en junio venían él y sus cuatro hermanos, estos con sus familias, a veranear a Varadero, y de paso a encontrarse aquí en la Isla, pues Allá Afuera vivían en distintos países, y si en el mismo país, en estados diferentes, entonces Isabel, que era ginecóloga, para acompañarlos en su veraneo tenía que alquilar en casas particulares o en su defecto dormir y todo lo demás en el automóvil; y como para remate le daba miedo el avión, nunca pudo la infeliz ir a visitarlos. Le enviaron dinero, le compraron por debajo de la mesa una casa para sacarla del solar donde vivía con sus hijos y su marido policía, y esos fueron los alicientes de Isabel. La pobrecita, completándose su sino, se la llevó de repente una guagua loca al cruzar la calle cuando empezaban las des-prohibiciones.
Sin embargo, fuera de la novedad de la difunta sobrina, nuestro amigo hoy avecindado en Madrid viviendo de rentas luego de haber residido en Canadá, encontró muy felices a los hijos de Isabel, los cuatro –decía él–, corriendo de aquí para allá a legalizar la casa y los automóviles y todo lo comprado “de boca” con el miedo de quien te lo vendió te lo fuera a reclamar. Les encantaba poder, al fin, entrar en los hoteles como Pedro por su casa, poder adquirir bicicletas de motor, computadoras, microondas, en fin; hinchados de placer como vivían, no cabían en sus ropas; caramba, saber que ahora se podía viajar tan pronto se obtuviera la visa, decían abrazándole, pues menos el militar cuando salía para las guerras, a los otros nunca los habían dejado salir del país, y un pariente de ellos por parte de padre, abogado que “sacó ” a sus hijos cuando la “Operación Peter Pan”, murió sin que el gobierno le diera “la salida” a pesar de tener la visa americana hacía cerca cuarenta años. Había que verlos, qué alegría la de los sobrinos. Pero todavía no había visto bastante.
La colonia de Felipe
Felipe, gay igual que él, y que al igual que él estuvo en la UMAP por gay, los dos sacados por gay de la universidad al comienzo de la carrera, le había dicho apretándole la mano transido de perdón, que ahora “se les reconocía”, que ahora no había que esconderse, o no al menos de la policía, que al revés de antes, ahora se hacían campañas en la televisión para que se les respetara, y hasta había algunos muy de arriba que habían entrado en el Partido. Todo esto llorando como un niño aquel zagaletón de sesenta y cinco años. Él le había traído una colonia que sabía que lo mataría, unas gafas de lo más monas para el sol, de marca, y 300 euros en billetes de cien. Cuando Felipe hubo llorado bastante, él, muy lord, en silencio le retiró la mano mojada, le pidió los 300 euros para mejorarle la cifra con un billete de 500, se los guardó en la billetera, agarró en la mesita de noche la colonia, las gafas y salió de aquel cuartucho a la carrera para no cometer un disparate. Pero al llegar a la esquina, regresó, le devolvió a Felipe la colonia, las gafas y los 300 euros, y le pidió perdón. Si antes no escupió a los hijos de Isabel, sobre todo al militar y al médico, tampoco tenía derecho a ser severo con aquel pobre hombre que por primera vez se atrevía a levantar la cabeza sin temor a que se burlaran de él, aunque todavía al hablar de su elección sexual la llamaba por costumbre, apenado, achicando la voz: “mi defecto”. Un poco más y Felipe le habría mandado rosas a Raúl. Igual que los desvergonzados hijos de Isabel.
Seguía sin atreverme a precisarlo, a hacerle decir qué quería de mí, pues no me parecía conveniente interrumpirlo en su estado. Además, cuando veo a alguien llorar me encojo. Pero además de hablar llorando, mi amigo el madrileño de ahora estaba rojo y con las venas del cuello hinchadas, más el azul de los ojos chisporroteando casi. Por fin mintiendo aquí y disimulando por allá, creí haber empezado a devolverle en parte el sentido común. Pero no me dejó seguir. No pude. Necesitado de completar su catarsis, continuaba con sus infinitos “¿Por qué ahora sí y antes no.”? Eso fue un no acabar de ¿por qué ahora se podía salir a trabajar fuera del país sin dejar a los hijos de rehenes, y antes no? ¿Por qué ahora la gente de Palma Soriano podía vender su casa de allá y comprar acá en La Habana, y antes no? ¿Quién se disculpaba por eso? ¿Quién pagaba por ésa, la oportunidad que a su abuela Irma le robaron? ¿Y por lo de Federico: “el novio (como decía ella) que me comieron los tiburones”? ¿Quién…? Creyendo tener la respuesta de los 64 mil pesos, uno de los fatuos hijos de Isabel se había atrevido a aventurar que, como los mangos, todo tenía su tiempo. “Además, las cosas cambian”, había adicionado otro de ellos: “a pesar de lo habido cuando la segunda guerra mundial, hoy los alemanes son íntimos de los judíos.” “Sí”, le había respondido él tajante, “pero estos alemanes de ahora no son los de antes”.
Vamos, él sabía lo de las “des-prohibiciones” por los periódicos y por el chateo con sus hermanos, pero quería confirmarlo, necesitaba verlo y oírlo ahí in situ, escucharlo de la gente de antes, ver a familiares y amigos encomiar todo eso delante de su cara así como si se les hubiera muerto la vergüenza, pues con gran desparpajo olvidaban que más de una de las antañas prohibiciones ahora de repente “desprohibidas “porque el prohibidor de ayer tenía el agua al cuello y como táctica de distracción además (cosa de la que tampoco se daban cuenta estos mentecatos) originó partes de la huida de la familia cubana, y en esas partes del fabuloso éxodo sin término aún, quién podría decir de cuántos de las decenas de miles de compatriotas que hoy yacían en el buche de los tiburones. Zorro al fin, una vez más el gobierno se había lucido. Muy hábil en su juego de las tres tapitas. “Pero yo no olvido mis días en la UMAP”, decía. “Ni olvido lo de mi abuela, ni lo de Federico. Ni lo de Isabel durmiendo en un automóvil a las tres de las mañana bajo un aguacero con granizos grandes como huevos de paloma, truenos y centallas sacudiendo el suelo, teniendo enfrente, la pobrecita, un hotel que por nativa de adentro ella no la había hospedado. Yo perdono, pero no olvido.” Él, baje Dios y lo vea, él que con tal de ir alfabetizar se puso un año más de los diez que tenía al comienzo de la campaña.
No pedía un Nuremberg
“¿Y qué es lo que quieres?”, lo interrumpí. “¡Indignación!”, contestó enérgico, parando un dedo como el de José Martí en su estatua del Parque Central. “¡Indignación!”. Él no pedía un Nuremberg aquí. No señor. (Nada más lejos de su cabeza.) Él pedía que los del gobierno, si lo hicieron porque no sabían, se disculparan, que pidieran perdón y se marcharan en vez de, aprovechando el deslumbramiento causado por las tan repentinas como astutas “des-prohibiciones”, ponerse a seguir inventando ahí donde no había ya nada por inventar y sí mucha oscuridad por llegar.
“Pero los tiempos en que la gente se indignaba pasaron”, abundaba, con aire de testamento; “ya nadie se acuerda de lo que ayer le hicieron; con migajas de lo que antes te quitaron, hoy te tapan los ojos.”
En ningún momento pude hacerle comprender que cuando Allá Afuera se oyen los tiros de Acá Adentro, nadie por Allá resulta herido; y en segundo lugar, que el hecho de estar ellos desprohibiendo por tener el agua al cuello quería decir que estábamos ganando, con la ayuda, por supuesto, entre otros factores, de las nuevas tecnologías de la comunicación, y porque el mundo actual estaba siendo para los dinosaurios políticos ortodoxos un lugar tan horrido como el de los dinosaurios biológicos después que cayó el aerolito. Pero aquel ser desesperado no me oía. En realidad no vino a casa a dialogar, vino a oírse. Qué soledad la suya, Dios mío, me dije apiadado.
Desaparecido ya en la noche el barrio, terminamos la botella de vino traída por él, un riojano, crianza 2001 de las bodegas Valle Mayor (botella cuyo número 009111 no he olvidado por suponerla sacada de quién sabe cuál misteriosa cava después de tantos años para esta ocasión), llegó el taxi a la hora convenida al dejarlo en casa a media tarde, y se marchó hablando de las dos mitades de que uno está hecho, pero sin contestar si habría preferido suprimir las “des-prohibiciones” o dejarlas en pie. Sabía, sí, decía, que acaso uno de estos días lo encontrarían por ahí, en Madrid o de viaje, muerto de tristeza, de desencanto.
Si no ha muerto aún, me gustaría que hubiera visto hoy a Raúl Castro, que preocupado desde luego por el porvenir de su familia después que nos quitemos de encima estas pesadilla, y al presidente Obama, hablando de lo que, para mí, recogerá la historia del porvenir como el comienzo del derrumbamiento del muro que por más de cincuenta años existiera entre Cuba y nuestra otra parte del corazón. En fin, coño, la caída de nuestro oneroso muro de Berlín.