LA HABANA, Cuba.- A Nelson Rodríguez Leyva nunca lo hemos olvidado. No lo olvidaremos nunca. Se lo prometí cuando terminé de leer su libro de cuentos El Regalo, publicado en 1964 con la ayuda del célebre escritor Virgilio Piñera, por Ediciones Revolución, cuando apenas tenía 21 años de edad; había nacido en la provincia de Villa Clara, el 16 de julio de 1943.
En 1971 fue fusilado, él y su amigo más íntimo, en la fortaleza de La Cabaña, por intentar secuestrar una avioneta de fumigación de Cubana para escapar ambos hacia Estados Unidos, renuentes a continuar viviendo bajo el comunismo.
Todos los ejemplares de su libro de cuentos fueron convertidos en pulpa de papel por orden expresa del régimen castrista. Se pudo salvar un ejemplar milagrosamente y fue enviado al exilio, a las manos queridas de nuestra amiga poetisa Belkis Cuza Malé.
Pero el cuerpo de aquel joven rebelde, amante de la vida y de los libros, desapareció para siempre y ni siquiera su madre pudo darle una sepultura cristiana, porque fue echado en los fosos de La Cabaña como cadáver indeseable.
Han transcurrido cincuenta años y son muchos quienes recuerdan a Nelson. Dicen que era un bello joven alto, delgado, de amplia sonrisa siempre, amigo de todos, de cabellos claros y enamorado de la vida; que cuando el pelotón de fusilamiento recibió la orden de asesinarlo Nelson levantó la cabeza y ni aun así pudo mirar el cielo por última vez. Tenía los ojos vendados. Que su madre imploró por la vida de su hijo hasta el último momento, y que cuando supo de su muerte hizo silencio y nunca más se sintió un ser humano. Ella también quedó tan muerta como su hijo.
En su libro de relatos breves, tan breves como su vida, el elemento más recurrente es su propia muerte. Acaso la presentía, me pregunto, cuando dice en uno de estos relatos: “Ya he perdido gran parte de la piel del pecho y con temor contemplo el orificio de la bala en mi corazón. Con más intensidad que antes siento que mi cuerpo arde, o lo que queda del mismo, y ese dolor punzante me crea un vacío en el cual vago y noto que camino sin moverme. Miro mis manos. Ya no queda nada excepto los huesos. No me acostumbro a la idea de estar muerto”.
La Unión de Escritores y Artistas de Cuba, controlada al máximo por el Ministerio del Interior y en manos del poeta Nicolás Guillén, no intentó ni fue capaz de pedir clemencia para este joven intelectual llamado Nelson Rodríguez Leyva.
Es verdad que por aquellos años “nadie escuchaba”, pero el Mayor General José Maceo sí hubiera intercedido por Nelson, como lo hizo durante la guerra contra España, cuando dijo en una ocasión, para proteger a los músicos que eran colocados en la primera línea de combate: “Si usted o yo morimos, nada importaría. Se corre el escalafón y nos sustituyen fácilmente; pero si muere un artista, no podríamos hacer lo mismo”.
El día que tuve el libro de Nelson en mis manos sentí una gran angustia en mi alma. Sus páginas limpias, como salidas de la imprenta recientemente, se convirtieron en un tesoro. Y me dije: el destino de Nelson fue morir por la libertad, el mío, aunque amenazada con el paredón castrista de fusilamiento, es vivir para recordarlo y recordar esas palabras suyas que parecen un epitafio entre sus relatos:
“Sé que dentro de un rato todo habrá pasado y acabará con unas paletadas de tierra. Era bueno, dirán. Ahora sí estoy convencido que me queda poco. Y por tanto deseo dejar un recuerdo. No quiero que me olviden”.
Así será, Nelson. Jamás, amigo querido, te olvidaremos. El crimen de tu muerte, cometido por los mismos comunistas de ayer y de hoy, lo denunciaremos siempre.
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