MIAMI, Florida, mayo, 173.203.82.38 -La historia atribuye al poeta romano Juvenal la frase “panem et circenses” creada en el siglo I en su Sátira X (81). Inicialmente describía la costumbre de los emperadores romanos de regalar trigo y entradas para los juegos circenses como una forma de mantener al pueblo distraído de la política. El emperador Julio César ordenaba repartir el trigo gratuitamente, o venderlo muy barato, a los más pobres. Tres siglos más tarde, Aureliano continuaría la costumbre repartiendo a 300.000 personas dos panes gratuitos por día.
Modernamente algunos gobiernos utilizan el axioma romano para esconder sus faltas e injusticias y mantener distraída a las masas a través de la entrega de alimentos – de pésima calidad, racionados y subsidiados – y ofrecerles algún entretenimiento.
En Cuba “panem et circenses” ha alcanzado su máxima expresión durante los últimos cincuenta y dos años. Cuando el régimen castrista ha experimentado la fragilidad de su filosofía y la evaporación de sus promeses, ha puesto en práctica la impúdica invitación del poeta romano. La más reciente manifestación de esa astucia se suscitó durante los meses previos a la celebración del publicitado VI Congreso del Partido Comunista.
A los pueblos les embriaga la majestad del poder. Mientras más poderoso y autoritario el sistema que le implanten más admiración e incondicionalidad le dispensan. Es un fenómeno sociológico y emocional difícil de examinar a la luz de la racionalidad y los escrúpulos.
Y ese éxtasis suele ser especialmente embarazoso pues toma mucho tiempo – incluso el de generaciones – repararlo en sus efectos y defectos. Su rastro perdura en el instinto social y allí permanece como esperando la oportunidad de renacer.
El pueblo alemán sufrió la experiencia del nazismo, el ruso del estalinismo, el argentino del peronismo y así le está sucediendo a Venezuela con el chavismo y a Cuba con el castrismo.
La sociedad cubana ha tenido que pagar un precio muy caro por haber permitido que la dejaran sin historia o, en el peor de los casos, que le convirtieran su historia en algo sucio y canallesco.
Es muy difícil, al menos por ahora y desde una perspectiva equilibrada, atribuir responsabilidades pues de hacerlo convertiríamos la historia en un tribunal cuya misión sería nada menos que juzgar a todo un pueblo y condenarlo para siempre a pesar de que no es posible comprender e interpretar los procesos históricos obviando el papel de sus actores individuales y colectivos.
Fidel Castro se aferró al poder a fuego y sangre y ahí se ha mantenido durante los últimos cincuenta años. Aunque formalmente ya no figura como el máximo líder de aquel proceso, su fatal legado político sicológico e ideológico permanece intacto no solo en la filosofía y los métodos del sistema sino en ese subconsciente colectivo que lo llevó al poder.
El castrismo – bueno es recordarlo – ha deformado y enrarecido la conducta de los cubanos. Hasta dónde hemos sido responsables de esa deformación y ese enrarecimiento constituye una asignatura inconclusa.
Por ahora, rechazo la tesis de que todos los cubanos – absolutamente todos – somos responsables del castrismo o cómplices de sus atropellos e injusticias y que nos dejamos embriagar por sus propuestas o disfrutamos, como los romanos, las migajas y el entretenimiento que nos ofrecieron.
Quien piense diferente lo remito a los desgarradores testimonios de nuestros prisioneros políticos, nuestros fusilados, nuestros desterrados, nuestras victimas y a todos aquellos que no se conformaron con el pan ni con el circo.