LA HABANA, Cuba. -Actualmente, pasados muchos años desde que la cultura Rastafari entró en nuestro país, la sociedad conoce muy poco sobre ella y, en general la percepción sobre los rastas es un grupo de negros moñudos que visten raro y fuman marihuana, mientras escuchan a Bob Marley. Para ayudar a despejar esa prejuiciada y superficial descripción, Samuel Furé Davis (La Habana, 1964) se sumergió durante diez años en una investigación que le valió el doctorado en Ciencias del Arte y que quedó recogida en el libro La cultura Rastafari en Cuba, publicado por la Editorial Oriente de Santiago de Cuba en 2011.
El rastafari surgió a principios de los años 30 en los barrios marginales de Kingston, Jamaica, inspirado en parte por la visión social y cultural de Marcus Garvey (fundador de la Asociación Universal para la Mejora del Hombre Negro) y, sobre todo, por la supuesta divinidad de Haile Selassie I, emperador de Etiopía, y hoy se ha extendido por el mundo y sus seguidores forman parte de diversas culturas, lenguas y naciones.
Al subir al trono, Selassie I comenzó a llamarse Ras Tafari (“Cabeza Creadora”). Ras significaba literalmente “príncipe” y Tafari es aquel que merece respeto. Aunque el emperador nunca admitió públicamente su divinidad, Etiopía resultaba ser, aparte de una de las primeras regiones cristianas, el único territorio africano inmune a la colonización europea. Además, la visión que se daba de los abisinios (los etíopes de hoy) en la literatura bíblica distaba mucho de la ignominiosa imagen que se daría de los africanos a partir de la esclavitud.
Según expone Furé Davis, la cultura Rastafari entró en Cuba como un estilo de vida alternativo para la juventud urbana —tanto en la capital como en Santiago de Cuba, Cienfuegos y la Isla de la Juventud— desde finales de los años 70, y comenzó a desarrollarse lentamente, fundamentalmente por la progresiva expansión del reggae, a pesar de ser música extranjera en inglés y de su casi nula presencia en los medios de difusión.
Otros dos factores que complementarían más tarde ese proceso sociocultural, según la investigación, serían la apertura religiosa que se inició a partir de 1991 y el rápido incremento del turismo internacional, mientras el país se hundía en la crisis generalizada del llamado Período Especial.
La propagación por todo el mundo de esta cultura rebelde ha tenido sus particulares en cada momento y en cada región geográfica. Por ello, para definir rastafari, se han utilizado múltiples generalizaciones: “movimiento político-religioso” o “socio-religioso”, “culto mesiánico milenario”, “religión”, “modo de vida”, “subcultura” y “cultura de resistencia”. Pero al autor de este libro no le parece suficientemente abarcador ninguno de estos términos y propone como concepto fundamental que la cultura Rastafari “es una actitud ante la vida, un conjunto de valores, una filosofía en la que el rasta se apropia de imágenes, símbolos y actitudes diversas que lo identifican”.
Aunque hay estudios de instituciones oficiales que se ven obligados a reconocer que la mayor parte de los rastafaris cubanos rechazan el esquema monolítico del sistema de gobierno en Cuba, en coincidencia con el código de los miembros de esta cultura en otros países, Furé Davis considera que es preciso resaltar que la resistencia entre los auténticos Rastas cubanos “se manifiesta en la oposición abierta y desafiante a los prejuicios antinegro”.
Más aun, el estudioso está convencido de que “las políticas económicas, sociales y culturales de la Revolución” y “el acceso a oportunidades de educación, cultura, salud y otros servicios”, impiden hablar de exclusión en relación con los rastafaris, sino “solo de marginación, a diferencia de otros países subdesarrollados”. Para definir esta marginalidad, contradictoriamente, se vale de un debate de la revista Temas se reconoce que la marginalidad “entraña una relación de poder, con respecto a lo dominante, que culturalmente excluye a otro y que define, a veces arbitrariamente, lo que es legítimo, normal o correcto (para sí mismo y según sus intereses)”.
Según su visión, era en extremo difícil que “la sociedad en general y las autoridades institucionales aceptaran de la noche a la mañana una cultura de base religiosa, ligada a la persona del entonces viviente y polémico «Dios negro» Haile Selassie I, que idealizaba al continente africano”. Por cierto, este «Dios negro» sería derrocado en 1974 por Mengistu Haile Mariam, que sumiría a Etiopía en el “terror rojo” y sería tratado con grandes honores por Fidel Castro.
En Cuba también, más que el componente religioso, fue el reggae el principal “misionero” para la difusión de Rastafari como cultura de resistencia, sobre todo por las similitudes históricas y culturales entre nuestro país y el resto del Caribe, que hacían aquí más viable la identificación con el reggae que para jóvenes de otras regiones del mundo. Y estuvo, además, la influencia del reggae en español del Caribe hispano (Puerto Rico y Panamá) y luego de países como México, Argentina y Chile, que estimuló la producción del reggae nacional en la segunda mitad de los 90.
Una cultura marcada
Pero, en busca de un mayor poder de convocatoria, este reggae sería fusionado con otos tipos de música y empezaría a compartir el espectro cultural con otras sonoridades alternativas llegadas del extranjero, como el rock y el rap, para conformar el exitoso trío entre los jóvenes, las tres R, aunque nuestro reggae no llegaría a gozar de la legitimización y el acceso a las instituciones como las otras dos.
Y Furé Davis hace una larga lista de las bandas y solistas que, después de 1995, han surgido, principalmente en La Habana, muy ligados a la cultura Rastafari y cuyo repertorio principal o exclusivo es el reggae: Tierra Verde, Remanente, Insurrectos (antes Hijos de Jah), Hijos de Israel, Punto Rojo, Paso Firme, Otro Paso, Raíces Negras, Ras Lázaro, Príncipe Carlos, San Miguel o Militar Dread, Ras Cocoman, el dúo Crazyman, Elioman, el trío ocasional Commercial Dreadlocks, Lágrimas Negras y Justicia, entre otros.
En la actualidad, no se aprecia un significativo aumento del número de grupos de reggae y los intérpretes exitosos e institucionalizados que cultivan o han cultivado el género, como Yerbawena o William Vivanco, tratan de evitar el reggae como exclusividad de su repertorio y apelan a fusionarlo enriquecedoramente con diversas estructuras musicales.
Por otro lado, cuando el autor entra en los temas que tratan muchos de los textos del reggae cubano, halla no solo las vivencias marginales cotidianas, sino también “los prejuicios raciales, los estereotipos negativos y la desafortunada asociación de Rastafari con el abuso de drogas”, pues se ha convertido en normal que los cultores de este tipo de música sean marcados con ese estigma que tan caro puede pagarse en la Cuba actual, aunque afirmen que asociar el consumo de la droga al reggae es inexacto, pues “no hay que fumar para oír reggae ni ser rasta”, o den una imagen sacralizada del uso de la “hierba”.
Otro aspecto complejo de Rastafari en nuestro país, como vemos en el libro, es la noción de Babilonia, que se vincula fuertemente a la misma existencia de la ley, al poder político dominante, a cuerpos represivos como la policía, al ejercicio de la violencia como procedimiento cotidiano, a los problemas socioeconómicos e incluso al desdén de la sociedad hacia esta cultura. Además de la policía y la violencia, señala Furé Davis, “existe la percepción general de que la crisis económica del Período Especial y, por consiguiente, la visible desigualdad social, el auge de la prostitución y de los prejuicios raciales y otros problemas sociales que reemergieron en esta etapa, son sinónimos de Babilonia”.
La cultura Rastafari en Cuba, más allá de su estilo por momentos innecesariamente académico y de su evidente afán de no buscarse problemas con el poder político, puede ser un libro que ilumine ciertos ámbitos de la cultura afrodescendiente actual en nuestro país, sobre todo de su naturaleza rebelde y esencialmente de resistencia a esa Babilonia que aplasta a los inconformes. Como se intenta hacer con Héctor Riscart Mustelier, más conocido como Ñaño, líder de la banda de reggae Herencia, quien cumple una larga condena tras un proceso judicial amañado en el que se le acusó de delitos relacionados con la marihuana, pero que se celebró a puertas cerradas, en una sala especial para casos relacionados con la Seguridad del Estado.
“Babilonia está del carajo”, diría un rasta.