LA HABANA, Cuba.- Estaba yo escribiendo la crónica ¨Fidel, el cubano más desesperado por alcanzar el poder¨, cuando sonó el teléfono. Era un colega de los viejos tiempos.
Uno de los asuntos que conversó fue mi insistencia en escribir sobre Fidel Castro. ¨Eso demuestra que tu lucha es personal¨, me dijo. Y yo le aclaré: ¨Mi lucha es contra mi pasado. Sólo que no soy la principal culpable, sino él¨.
Entonces le conté a mi amigo por qué tengo que dejarme llevar por la verdad, a la hora de escribir:
Fue un 16 de abril de 1961. Fidel Castro estaba de pie sobre la cama de un camión de arrastre, aparcado a la derecha de la entrada del Cementerio de Colón, en las calles 12 y 23 del Vedado. Yo, como jefa de pelotón, vestida de miliciana y rodeada por doscientos o trescientos de mis compañeros, provenientes de la Comandancia del Puente Almendares, a tres metros de la derecha de Fidel.
Ese mediodía, el máximo líder despedía el duelo de las siete víctimas del bombardeo ocurrido unas horas antes. Como siempre, se veía exaltado, intrépido, como si quisiera, con una patada, acabar con Estados Unidos:
¨Y estos miserables imperialistas gringos, después de sembrar el luto en más de media docena de hogares…¨
En un momento de su discurso, sin que nadie lo esperara o lo imaginara, Fidel, proclamó el carácter socialista de la Revolución. Fue un momento que yo jamás podré olvidar en detalles.
Sin darle tiempo a decir nada más, después de la palabra Socialista, yo, con apenas 21 años, grité, mucho más fuerte aún:
-¡Bravoooo……!
Fidel fijó sus ojos en mí durante unos segundos. Lo recuerdo perfectamente. Era una mirada de sorpresa, de incredulidad, y hasta de temor, no sé por qué. Una fuerte ovación proveniente de aquella multitud, compuesta de cientos de milicianos y miles de gente de pueblo, se desató a partir de mi ¡bravo! y fue capaz de convertir a Fidel, en sólo unos segundos, en el hombre más fuerte del Universo. Así seguramente se sintió, cuando recibió el apoyo unánime de aquellas masas. Era su manera de poner en práctica todas las ideas que le venían a la mente, sin consultar legalmente a todo un pueblo, como se hace en democracia.
Le hice esta historia a mi amigo por teléfono y le aseguré que jamás me he perdonado aquel ¡bravo!, que rompió, en algunos segundos, con el silencio de miles de personas, los que posiblemente estaban pensando si querían comunismo o no.
Pero mi amigo seguía sin entender. No podía. Muchas veces me había confesado que nunca, jamás, se había sentido partidario de Fidel.
Lo comprendo hoy. Mi bagaje intelectual de aquellos años no era el mejor y ya sabemos que las masas, por lo general, padecen de lo mismo.
Además, aquel grito, acumulado durante años, ¿no provenía de una abuela materna, de mi madre, comunistas las dos?
Si por esos misterios del tiempo, pudiéramos recuperar aquel momento, yo no hubiera sido el detonador que inició una explosión de aplausos, ante aquel disparate que nos llevó a la ruina.
Pero el tiempo, pasó. A los trece años de aquel 16 de abril, yo me di cuenta de mi error, cuando viví unos meses en Tokio y pude descubrir que sólo en el capitalismo, las masas se convierten en personas. No en ganado, como lo prefiere Fidel.
Entonces decidí escribir hasta la muerte, limpiar mi corazón de culpas. Algo que todavía le queda pendiente al Gran Culpable.