LA HABANA, Cuba. — De no ser porque sonaba a regaño, más televidentes se habrían sorprendido al escuchar las palabras del general-presidente. Decía Raúl Castro en uno de sus discursos, que los cubanos habían derivado en una sociedad donde la vulgaridad abunda más de lo soportable. Desde entonces se viene librando una campaña mediática contra ese fenómeno, entre cuyas causas jamás se menciona el trauma que representó el establecimiento del sistema político actual.
Precisamente una de las formas que ha adoptado esa batalla oficial, es el aparente rechazo al ruido. De la noche a la mañana la bulla en todas partes y a toda hora se ha convertido en otro de los tantos defectos con que cargan los descendientes del Hombre Nuevo. A tono con esta nueva filosofía de la moderación –tan diferente de la imagen belicosa y autoritaria de los dirigentes del Partido único–, en la televisión se emiten spots educativos, los periódicos doblan la cantidad de artículos escritos sobre el tema o en la calle se leen enormes pancartas.
De cualquier modo, el mal está tan arraigado que no disminuyen sus efectos. Algo que dice mucho de su larga data.
Además, esa campaña contra el ruido es selectiva. Por ejemplo, estará muy mal gritar en la vía pública, pero no tanto si se está atacando a disidentes pacíficos. Para eso el gobierno sí derrocha todo el ruido que tiene ¿Quién sino las autoridades se dedican a organizar mítines de repudio o a orquestar frases soeces de reafirmación ideológica?
Ahora cualquier lugar se convierte en antro y la chabacanería es un código muy extendido. Pero lejos de interiorizar el sermón presidencial, bajar la vista avergonzados y jurar no hacerlo nunca más, los cubanos han hecho caso omiso a los llamados de atención. El Poder pretende nada menos que domesticar a la bestia que lleva cebando por décadas, ese monstruo social llamado Revolución Cubana.
La llegada al poder y la perpetuación en este de manera violenta, la desaparición de la sociedad civil, el irrespeto a los códigos de valores establecidos, el igualitarismo y otras muchas prácticas “revolucionarias” fueron el germen de los problemas actuales.
Si bien el presidente cubano tenía razón en cuanto al ambiente vulgar y más común que se percibe actualmente en el país, su discurso-regaño resultó impropio para alguien que contribuyó a la ruptura traumática –e invariablemente ruidosa– de las revoluciones. Raúl Castro no está autorizado para criticar a la sociedad cubana, más aún porque esa sociedad fue despojada de las armas políticas para devolverle el ataque.