LA HABANA.- Calixto siempre prefirió el Vedado para cualquier encuentro, pero distinguía, de entre todos los sitios de ese barrio habanero, la esquina de 23 y L. “Nos vemos a las nueve en Radio Centro”, así decía para advertir que a esa hora estaría en el portal del edificio al que yo llamo Cine Yara, pero si la cita debía concretarse en algún lugar más cercano a la calle Paseo, escogía entonces al “Rodi”, que para mí es el “Teatro Mella”.
El “empecinado” nombró siempre, a riesgo de no ser entendido, Blanquita al teatro Karl Marx, Auditórium al Amadeo Roldán. No fuimos pocos los que creímos que intentaba desafiarnos con su memoria, pero él se empeñaba en nombrar tradición a la voluntad de respetar los nombres de las cosas. “Tradición es eso que hace que el Coliseo romano se siga nombrando de la misma forma a pesar de sus veinte siglos”, decía.
Calixto debía su nombre, según él mismo, al bravo guerrero mambí que naciera en Holguín, al artillero famoso, al héroe de las tres guerras, con quien decía estar emparentado. Calixto, el que yo conocí, imaginaba al Coliseo romano en algún punto de La Habana; prefería ubicarlo en la calle Prado, en el mismo lugar donde se levanta el Capitolio, y jugaba a suponer los nombres que habrían escogido los “rebeldes” tras su llegada al poder, si es que no lo dinamitaban para borrar las “huellas de un pasado atroz”.
“Combate del Uvero”, llamaba a veces al “Coliseo habanero”, y sonreía. “El nombre no es muy bueno pero ellos son capaces de todo, y su mármol utilísimo para reconstruir esas casas que no eran suyas y a donde fueron a vivir”. Y volvía sobre la tradición y la terquedad que se corporizaba en los “rebeldes”, ideaba nuevos nombres para ese Coliseo habanero: Batalla de Guisa, La plata, Moncada, Girón…
Calixto jamás comulgó con aquellos cambios que volvían la página sin mirarla más, haciendo que se perdieran viejas tradiciones. Y tenía razón, porque aquel ejército que entró a la capital el 8 de enero se propuso nombrar las cosas a su antojo. El cuartel Columbia, aquel donde habló Fidel tras su llegada a la capital, no mucho después tomaría el nombre de “Ciudad Libertad”, y muchas escuelas ostentaron nombres nuevos: Lenin, Ernesto Guevara, como los bares, las farmacias, cualquier comercio…
En Encrucijada, donde nací, los centrales azucareros fueron despojados de sus apelativos de siempre para recibir bautismos nuevos. El central Constancia se llamó Abel Santamaría, El Purio fue Perucho Figueredo, y la torre del central Nazabal exhibe desde entonces el nombre Emilio Córdoba, aunque sus habitantes sigan usando los toponímicos con los que fueron fundados.
Tras el 59 los nombres cambiaron, incluso en esos sitios que curaban enfermos. La Covadonga se llamó Salvador Allende, como la calle Carlos III, y “Las católicas” se convirtió en el “Pediátrico del Cerro”, el Sagrado corazón en González Coro. Como si cambiando el nombre se olvidara el empeño de las religiosas o de cualquier otro fundador. El hospital Calixto García tuvo suerte, quizá porque el patriota murió en Estados Unidos y en extrañas condiciones.
La “revolución” se propuso romper los caminos que permitieran mirar atrás, dejando solo breves puentes, agujeros pequeñísimos que aprobaron solo una ojeada leve, distorsionada y crítica, de ese pasado que se esfumó de un día para otro. Cambiar los nombres era importante para borrar el pasado, porque eso permitiría que las damas católicas o las hijas de Acacia se convirtieran en federadas comunistas, y que en La Habana el más importante de los pasatiempos no se disfrutara más en el “Gran Stadium del Cerro”, aquel que se inauguró un 26 de octubre de 1946 con un juego que enfrentó al Cienfuegos y Almendares, si no en el Latinoamericano, como se llamó cuando resultó útil esa nueva vocación “latinoamericana”.
Aquel amigo, en sus “delirios” que no lo eran tanto, intentaba recuperar la verdad porque suponía que en algún Coliseo Lenin hondearía la bandera cubana junto a la de la hoz y el martillo. Aseguraba que los nuevos nombres “evitarían las nostalgias del pasado”. La “revolución”, los comunistas, miraron en esas rupturas su legitimización, esa que debía cambiar la tradición y romper las conexiones con un pasado “atroz”. Dividir la historia en pasado y presente, poniendo como línea divisoria el primero de enero de 1959, era en extremo conveniente.
Bien sabemos todos que el pasado es tradición, que reconocerlo es cardinal para recuperar la verdad, nuestras esencias y dimensiones. Ellos creyeron en la “limpieza” en la “depuración”, y sobre todo en hacer la catarsis platónica que conservar lo “mejor” y desecha lo “malo”, como fueron desechados, destruidos, los parquímetros, para luego cobrar por el estacionamiento, pero sin parquímetros. ¿Qué tenía de malo un nombre? ¿Que Blanquita era la mujer de un senador millonario? Lo era sin dudas, pero aquel millonario nos legó el teatro más grande del mundo, al menos para esos días.
Ellos nos proponían esa “caverna” que describió Platón en su “República”, esa en la que los esclavos, amarrados dentro, distinguen únicamente las sombras de lo que hay afuera, que no son sombras de lo que antes hubo porque bien que supieron reutilizarlos, renombrarlos. Ese discurso que cambió el nombre a las cosas, esa voluntad de borrar el pasado, intentó dejarnos ciegos, sordos, mudos.
Las revoluciones son ridículas cuando intentan exterminar herencias, tradiciones. El medioevo existe, a pesar de la Ilustración, el Palacio de Versalles se sigue llamando igual, como el pequeño Trianón, aunque en Francia aconteciera una revolución que proclamó la libertad, la igualdad, la fraternidad, tras derrocar una monarquía. Calixto tenía razón. Es bueno seguir llamando a las cosas por su nombre, porque esa revolución que renombró se volvió tan “Madame Déficit” como María Antonieta, y se creyó tan autosuficiente que consiguió desgastarse, empobrecerse, sin reconocer que lo de “atrás” podía también iluminar el camino.