LA HABANA, Cuba. – En El Archipiélago GULAG —esa formidable denuncia de Alexánder Solzhenitsyn— se recoge el testimonio de un ex coronel sobre la terrible experiencia de unos presos políticos en tiempos de Stalin. Aquellos desdichados devoraron un caballo que en pleno verano llevaba muerto una semana. Los “enemigos del pueblo” —urgidos por lo que Carpentier, con su uso característico del plural, llamaba “hambres atrasadas”— hicieron caso omiso del intenso hedor y el constante estremecimiento que moscas y gusanos provocaban en el cadáver…
En otro pasaje de sus obras, el escritor ruso se mofa de unos informadores estalinistas que publicaron la noticia del descubrimiento de un tritón prehistórico congelado entre los hielos perpetuos de Siberia. La información, después de brindar algunos vagos datos sobre el hallazgo, reflejaba que los autores de éste se lo comieron crudo con gran satisfacción.
Empleando un sarcasmo no exento de cierta melancolía, Solzhenitsyn comentaba que, aunque los plumíferos omitían tal detalle, él, al leer ese material, comprendió de inmediato que se refería a los inquilinos de algún campo de concentración erigido por el “socialismo triunfante”. ¡Sólo infelices de ese tipo habrían sido capaces de atentar sin remordimientos contra los altos intereses de la ictiología! ¡De deglutir un antiquísimo tritón sin cocinar! ¡Y —para colmo— hacerlo con deleite!
Estos recuerdos literarios me asaltaron al leer una noticia de la Agencia RIA-Nóvosti en el diario castrista Granma del pasado viernes 12. La información da cuenta del hallazgo en Laishevo, Tartaristán, de un cofrecito repleto de monedas “pertenecientes a los siglos XVIII y XX”, así como algunas joyas. El suelto concluye: “Se estima que la caja fue enterrada hace unos 100 años”.
Guardando las proporciones, creo que en esta ocasión sucedió algo parecido que con el tritón de Solzhenitsyn. Los colegas rusos, en su afán por brindar una noticia que les parece interesante, no prestan atención a las posibles implicaciones de los datos que ofrecen. Aunque —claro— en este caso ellas no son tan desagradables como las recordadas por Don Alexánder en los textos citados.
No soy arqueólogo ni he visto el tesoro; mucho menos sé las datas de acuñación de las monedas del Siglo XX encontradas. Pero, a pesar de ello, me atrevo a precisar un poco las fechas brindadas por el corresponsal de RIA-Nóvosti. En lugar de hablar de “unos 100 años”, yo no vacilaría en ofrecer un dato algo más preciso: “hace menos de 98 años”.
Mi osadía nace del harto probable vínculo del enterramiento con el desastre fechado en 1917 y que, para la inmensa Rusia, significó involución, ateísmo, atropello, atraso y crimen: lo que los izquierdistas más exaltados llaman “la Gran Revolución Socialista de Octubre”, aunque un amigo nada ortodoxo prefiere darle un nombre bien opuesto: el de “la Gran Contrarrevolución del 7 de noviembre”.
La trepa al poder de la pandilla encabezada por “el viejito que inventó el hambre” —el genocida Vladímir Ilich Uliánov (alias Lenin)— e integrada por personajes como el antiguo salteador de bancos —¡eso sí, siempre en nombre de “la revolución”!— Iósif Dzhugashvili (más conocido como Stalin), sumió al inmenso país eurasiático en una verdadera orgía de arbitrariedad, robos enmascarados como “actos de justicia social” y asesinatos.
Para utilizar una frase de Fidel Castro, se entronizó en la vieja Rusia “la filosofía del despojo”. (Aunque, ya que citamos sus palabras, es bueno recordar que —como se sabe— el “Comandante en Jefe” puso, como sujeto predilecto de esa expresión, al “imperialismo yanqui”, y siempre la utilizó en tercera persona; jamás para caracterizar las innumerables expropiaciones y atracos que caracterizaron a su régimen.)
¿Resulta entonces razonable pensar que el dueño del tesoro escondido lo puso a buen recaudo en medio del vendaval comunista? Es por eso que este autor, sin ser arqueólogo ni adivino, se atreve a enmendarle la plana a unos colegas rusos.