LA HABANA, Cuba.- Él no se levantó en la Demajagua el 10 de octubre ni gritó en Yara: ¡Viva Cuba libre! Virgilio no escoltó a Canducha Figueredo cuando Bayamo la contempló vestida con los colores de la bandera insurrecta, tampoco fue ofensiva o retaguardia en el enfrentamiento de Las Guásimas y mucho menos estuvo enrolado en la Protesta de Mangos de Baraguá. Nunca sería reclutado por Céspedes, ni por Gómez o Maceo, pero sigue siendo el más grande de mis héroes.
Otras serían sus batallas… las primeras debieron ocurrir en Cárdenas, en su casa de la calle Mijala, donde transcurrió su primera infancia. Esas incipientes beligerancias pudieron acontecer en el sótano de aquella morada hecha de tabloncillos. En ese sitio, alejado de la mirada de los otros, pudo jugar Virgilio a “las casitas”. Era allí donde escondía a Fabiola, su muñeca, a la que quizá amamantó alejado de la mirada de sus progenitores y con la complicidad de su hermana Luisa.
En ese espacio aislado el muchachito amanerado preparó sus representaciones teatrales. Desde niño tuvo conciencia de que algunas cosas debían mantenerse en secreto. Debió ser por esos días cuando se enteró de que los márgenes le estaban destinados, y desde ellos enfrentó la vida. Escondido debajo de una cama, lejos de bates y pelotas, leyó el Sitio de la Rochelle. Fue allí donde conoció a Los tres mosqueteros. En aislamiento conocería a los hugonotes y la crueldad de las guerras. Debajo de una cama, escondido, tuvo noticias de la muerte del barón de Chantal, el padre de Madame de Sevigne, aquella escritora que tiempo después leería con cierto entusiasmo. Esos que habitaban las páginas de algunos libros fueron sus primeros héroes.
Y no dudo que también hiciera reverencias a algún famoso guerrero. Quizá se interesó en Alejandro Magno, y quien puede dudar que imaginara al héroe enredado con Bagoas. Es posible que escudriñara en los acontecimientos de algunas batallas famosas, que hurgara en las estrategias de sus guerreros, que disfrutara pronunciando el nombre de algunos escenarios bélicos: Termópilas, Lepanto, Bicoca, pero sus verdaderos héroes no serían armados guerreros. Entre sus titanes estarían el raro de Raymond Roussel, y Boecio, Chateaubriand, Gogol, Rimbaud, Baudelaire, Proust, Melville, Dickens, Quevedo, Kafka…, esos que eran capaces de crear mundos insospechados serían sus héroes más reverenciados.
La literatura fue su gran campo de batalla, y a ella le dedicó todo el tiempo y todas sus fuerzas, a pesar de las adversidades que ganara en su ejercicio. La escritura le trajo admiradores y un montón de detractores, pero no dejó de escribir, y hasta tuvo la valentía de enfrentar a los que estaban mejor establecidos. Con ellos tendría sonados enfrentamientos, lo mismo públicos que epistolares. Todavía se recuerda aquella explicación que le provocó la obra de la Avellaneda y el malestar que despertó en José María Chacón y Calvo.
Poco le faltó para vivir en la indigencia, pero siguió siendo fiel a su destino, e hizo revistas y publicó libros después de empeñar su trajecito, pero se negaba a hacer un periodismo que lo alejara de lo que realmente se había proyectado. Mañach y Baquero fueron centro de sus críticas. Virgilio prefería pedir algún dinerito a sus amigos mejor establecidos que hacer alguna concesión.
A escasos meses del triunfo del 59, exactamente en el mes de marzo, escribiría Piñera a Fidel Castro; en aquella misiva que publicara Prensa Libre, le hacía saber, a quien por esos días era Primer Ministro, de la mesa redonda que se celebraría en CMQ y en la que se trataría la posición del escritor en la nueva Cuba, perspectiva que para él era muy diferente a la de los profesores y los periodistas. El escritor reclamaba el reconocimiento que, suponía, debía disfrutar el gremio. No tengo noticias de que recibiera alguna respuesta. Nadie iba a hacer caso a ese homosexual despampanante, a ese provocador.
Puedo suponer sus molestias después del ataque que le propinó Raúl Roa en la televisión nacional tras la aparición de un texto que Virgilio publicara en Lunes de Revolución, en un número en el que se hacía homenaje a Rubén Martínez Villena, aquel en que llamara cursi al poeta revolucionario. Después de tal “atrevimiento”, un iracundo canciller lo llamaría escritor del “género epiceno”; de esa manera aludía a la homosexualidad del gran escritor.
Así le fueron las cosas a mi héroe en la última Cuba que le tocó vivir. Debió ser grande el espanto que sintió cuando un hombre tan poderoso lo atacara de esa forma, y en la televisión. Luego vendrían aquellas largas jornadas que sucedieron a la censura de PM, aquellas discusiones en la Biblioteca Nacional en las que Virgilio fue el primero en pronunciarse. Fue allí que contó de su preocupación ante la posibilidad de que el gobierno dirigiera la cultura, lo que se especulaba en los círculos literarios… Fue allí donde habló del miedo.
Sus palabras fueron las más conmovedoras de todas las que se pronunciaron en esas jornadas. Conmovedor fue descubrir el pánico que asistió al escritor en su diálogo con Fidel Castro. Virgilio, hombre inteligente y locuaz, se tornó escurridizo, inexacto. Farragoso sería su discurso, y más caótico cada vez que era emplazado por Fidel. No caben dudas de que tenía miedo, mucho miedo. ¿Y cómo no tenerlo si el hombre más poderoso de la isla lo confrontaba? Sin dudas el amaneramiento del escritor debió molestar mucho a Fidel. Y cada vez le iría peor. Piñera debió agitarse ante la certeza de que sobrevendría un mal mayor e inminentes dolores.
Y así fue. Bien conocida es la violenta reacción que provocó en Ernesto Guevara el descubrimiento, en un salón de la embajada cubana en Argelia, de un tomito que reunía algunas piezas teatrales de Virgilio Piñera. “¿Quién coño lee aquí a ese maricón?” Así chilló el colérico guerrillero, y lanzó por los aires los dramas de Virgilio. Para Piñera no había espacio en Cuba, ni siquiera en la república letrada, así lo dejaba bien claro el extranjero. ¿No era esto más que suficiente para que el miedo no lo abandonara?
Incontables fueron los desprecios que sufrió. La revolución decidió reprimirlo y lo encerró en el Castillo del Príncipe tras aquella batida a los pederastas, proxenetas y prostitutas, que conocimos como “La noche de las tres p”. Allí estuvo encerrado todo un día, y no tengo noticias de que aquella joven revolución, o esta ya tan vieja, se avergonzaran por tanta injuria. Nadie se disculparía con él, cada día sería mayor el ostracismo. No le dejaron, como diría el mismo, ni un huequito para respirar.
Aunque no le prestaran la más mínima atención, Virgilio siguió dando guerra. Escribió, aunque no lo publicaran, aunque no representaran sus obras teatrales. Y no hizo nada para esconder su homosexualidad. Se cuenta enfáticamente que no dejó de chillar: “¡Mesopotamia, Mesopotamia!”, cuando veía acercarse a un hombre bello, y no abandonó su lioso espíritu, y escribió, siguió escribiendo aunque tuviera la certeza de que no sería publicado.
El escritor murió en medio del más oscuro ostracismo, quizá porque no combatió en el Moncada, ni se alistó en un ejército que diera batalla en Alegría de Pío o en el Jigüe. Piñera no estuvo bajo el mando de Guevara en la Batalla de Santa Clara ni en el descarrilamiento del tren blindado. Su muerte sería dada a conocer con una nota bien escueta que publicó Juventud Rebelde cuando ya estaba enterrado.
Sus censores no contaron con el interés que despertaría su obra en las generaciones más jóvenes. Sus libros siguieron leyéndose en secreto y con creciente interés. Su nombre corre hoy de boca en boca en los corrillos literarios. Aquel miedo que le provocaron las primeras medidas revolucionarias en el ámbito de la cultura y la conversación en la biblioteca con Fidel Castro son saludados hoy con entusiasmo creciente.
Este 4 de agosto se cumplieron 104 años de su nacimiento, pero ningún medio oficial lo mencionó. Es posible que estuvieran muy ocupados en otros onomásticos. Yo le hice algunos guiños. Este cuatro de agostó volví a hurgar en sus libros. Leí de un tirón Un jesuita de la literatura, y también visité algunas páginas de mi novela Fumando espero, de la que él es protagonista. Y volví a tener la certeza de que no me equivoqué cuando decidí dejar claro en la portadilla de ese tomo, y con letra de imprenta, que Virgilio Piñera es el más grande de mis héroes.
Este cuatro de agosto, como cada día, me senté a escribir escoltado por un retrato suyo que me acompaña desde hace muchos años, ese que antes coloqué detrás de mi cama, en ese sitio en el que los católicos acostumbran a poner el Sagrado corazón de Jesús, y que ahora, mientras escribo, está a mis espaldas, y hasta tengo la esperanza de que escudriñe, desde su altura, en las páginas que escribo, que haga muecas irónicas, que deje escapar alguna sonrisita.
Jamás conversé con él. Nunca lo tuve cerca, pero me acompañan sus libros, el retrato que escolta mis largas horas de escritura. De él prefiero sus humoradas, como aquella que ocurrió también en esos días de la Biblioteca Nacional. A pesar de su miedo, su maledicencia no se aplacaría; se cuenta que Bola de Nieve hizo un largo y laudatorio discurso sobre la revolución, tanto que Virgilio no pudo contenerse, y se le escapó una pregunta que fue escuchada por los más cercanos: “¿Y este se cree la viuda de Robespìerre?” Así de impenitente era.