LA HABANA, Cuba, julio, www.cubanet.org -Algunos intelectuales y artistas cubanos asumieron como otra hipérbole de Reinaldo Arenas las inculpaciones que dirige a Fidel Castro en su libro Antes que anochezca, muy en particular cuando lo señala como el causante directo de su muerte. Ojalá, con todo y la enorme responsabilidad histórica que conlleva, que ese fuera el único crimen achacable directamente al dictador en jefe. Ojalá, incluso, que como a tantos otros autócratas latinoamericanos, tuviéramos que acusarlo únicamente por sus muertes físicas, que no son pocas.
Tanto o más peso tienen sus crímenes de lesa cultura, y del patrimonio nacional, aunque vaya usted a saber por qué se olvidan o se postergan con frecuencia. Bien mirado, la muerte física de Arenas, cuando ya había escrito una obra que lo haría inmortal, quizá no resulte tan irremediable como el hecho de que entre su público natural, compuesto por millones de cubanos, se puedan contar con los dedos de las manos quienes han tenido el privilegio de leerlo.
Y no es el único caso, por supuesto. Resulta en verdad escalofriante la lista de grandes figuras y acontecimientos de la cultura cubana que el fidelismo condenó no digamos ya al olvido, sino a la inexistencia real, borrándolos de la memoria colectiva, fría e implacablemente, a lo largo de medio siglo, y eliminándolos de la historia escrita y de las reservas testimoniales que le dan soporte.
Se trata de un crimen cuyas víctimas no sólo son esas figuras en específico, sino todos los ciudadanos de la nación, a los cuales se ha privado de su patrimonio.
Si no existieran otras razones, esta solamente bastaría para llevar ante los tribunales a los caciques de Cuba, y no sólo a sus representaciones en el ámbito de la cultura, no sólo a los que estuvieron en activo en los 60 y los 70, también a los de hoy mismo. Resulta pavoroso constatar, en pleno siglo XXI, la impunidad con que durante tanto tiempo el poder político se ha mantenido alterando su misión en nuestra isla, desbordando sus prerrogativas al marcar los límites de influencia del arte y la cultura, al decidir qué se publica o qué se lee, qué se graba o qué se escucha, y al condenar tanto al artista como al hombre común por lo que piensan o por el modo en que resuelven encausar su albedrío.
Entre esos grandes expulsados del paraíso de nuestro panorama cultural sobresale (como la Perla de Allah dentro de un collar de perlas) Celia Cruz, La Reina.
Hace ya 53 años que no existe formalmente para su pueblo. Podemos consolarnos alegando que, no obstante, aún sigue viva entre nosotros y, en fin, todas esas cosas que se dicen. Pero lo cierto, lo terriblemente constatable aun en este mismo minuto, es que varias entre las últimas generaciones de cubanos han sido obligadas, por decreto, a prescindir del tesoro patrimonial de sus discos.
Celia siempre vivió penando por haber perdido a su país y su escenario natural. Si algún consuelo cabría para ella a estas desconsoladas alturas es que realmente el gran perdedor en la contienda fue el pueblo cubano. Librada de la dictadura cuando su carrera estaba en franco despunte, Celia al menos tuvo la ocasión de adueñarse del mundo, hasta llegar a convertirse en un ídolo imperecedero. A nosotros, en cambio, nos quedó apenas la triste disyuntiva de vivir sin ella.
Decir que los jóvenes de aquí no la conocen, que la mayoría no sería capaz de reconocer su rostro en una foto o de identificar su voz en una grabación, es, en verdad, decir poco. Muchos, muchísimos de los que hoy peinan canas muestran una ignorancia tan escandalosa como la de los jóvenes ante la figura, la obra y la historia de Celia Cruz, quien, a lo largo de 53 años, jamás ha vuelto a escucharse en los medios de divulgación oficiales, ni ha vuelto a ser mencionada en un reporte de prensa, como no fuera quizá para vituperarla y calumniarla.
El Diccionario de la música cubana, editado en 1981, la ignoró ridícula y vergonzantemente. El Diccionario Enciclopédico de la Música en Cuba, Premio Anual de Investigación en 2002, y publicado por Letras Cubanas en 2007, registra bien escuetamente su nombre y parte de su trayectoria artística, pero no añade ni una sola letra a su historia personal, y aún menos a su drama como gloria de la cultura cubana demonizada por el régimen y prohibida en los medios.
Cuando nuestra gente que hoy ronda los cincuenta años, o más, o algo menos, bailaba al compás de las más famosas orquestas de la salsa internacional, sobre todo de las más auténticas, todas con marcada ascendencia de la música tradicional cubana, lo hacía ignorando, mayoritariamente, que en sus entornos Celia Cruz era reina absoluta. Incluso, es seguro que en diversas ocasiones, en fiestas particulares, la hayan escuchado, sin reconocerla, acompañando a Fania All-Stars, Johnny Pacheco, Tito Puente, Willie Colón, o Ray Barretto.
Ahora, resulta que de pronto son demasiados los que la recuerdan o los que nunca dejaron de escucharla. No digo que mientan. Digo que están narrando un sueño.
Pero más nos valdría que decidamos poner fin de una vez a nuestra complicidad implícita, al ver como cosa normal que el poder político, siempre el mismo, paute los destinos de la cultura en Cuba. Y mucho más nos convendría no engañarnos en cuanto a que existen diferencias esenciales entre la situación de 1961, cuando Dios dijo conmigo o contra mí, y el escenario de los actuales herederos de Dios, que continúan borrando o incluyendo nombres, que autorizan o desautorizan obras, que perdonan o salvan, según les resulte conveniente.
¿Acaso no sería más sencillo que la actual dirección del cacicazgo demostrara sus intenciones de rectificar, si es que verdaderamente las tiene, dejando de una vez la cultura y el arte en manos de sus auténticos hacedores, sin poses de perdonavidas, sin presiones de ningún tipo, sin condicionantes impuestas a partir de simpatías o antipatías políticas, y, sobre todo, abriendo las arcas, pero en serio, a la libre expresión, al pluralismo de ideas y al pleno comportamiento individual?
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