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Introducción

Sobre el autor

Capítulo VII


Penélope, con su bolso de piel marrón, sus zapatitos de tacón y su vestido de domingo, meneando el abanico. Me parezco a Penélope. Quién me hubiera dicho que esperaría alguna vez con tanta ansiedad.

Es verdad que la soledad tiene cara de suicida. Pero yo hubiera jurado que no aguardaría por nadie con tal desespero.

Ayer trajo la magnetofónica. Es de casa de sus padres. Y trajo esos cassettes de Serrat. Sabe que me gusta la música del catalán. Me da la impresión de que a veces quiere complacerme, demostrarme que le importo. Pero cuando habla lo niega todo. Me afirma lo contrario. ¿Lo estará haciendo solamente para que la ayude en la redacción de la tesis de grado? No. No creo que sea una corrupta. Es mejor pensar que está algo loca. En ocasiones, me sorprende hablando dormida, y ese carraspeo de la garganta, unido a un desaforado movimiento del dedo meñique en la oreja, como si quisiera rascarse el cerebro, me pone de un humor de rinoceronte. Pero bueno, para matar la soledad, no está mal.

¿Vendrá esta noche o no? ¿Y por qué tengo que esperarla? En la calle puede haber mejores opciones. No sé, me está sucediendo algo raro. Ya no añoro tanto los gemidos de fregona de Estrella. A Estrella la tuve clavada en el pensamiento durante un mes, pero se me está desclavando. ¿Será que Zaira me está sirviendo de sustituta? No lo creo. Lo de Estrella fue amor. Esto de Zaira es transición, puente, eslabón para escapar de la depresión que produce siempre separarse de alguien.

Pero, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué la espero? Es verdad lo que dice García Márquez: el corazón tiene más cuartos que una casa de putas. Cuando alquilé el cuarto de la casa de los locos no esperaba a nadie. ¿A quién iba a esperar? Si hasta yo estaba siempre rogando porque amaneciera para salir a la calle. Allí no podía dormir. A los locos les daba por hacer tertulia por las noches, y entre la conversación, a gritos pelados, la radio a toda voz y la televisión a todo volumen, no dejaban ni recordar que Estrella me había pedido separarnos porque ya me le había muerto por dentro. Las mujeres son implacables, dice el poeta, y es verdad. Cuando son ellas las que rompen, acaban con todo. Estrella era la dueña de la casa, y cuando me pidió que nos separáramos yo pensé que me daría tiempo para hallar un lugar donde pernoctar aunque fuera. Pero de eso nada. Tuve que agarrar mis bártulos e ir a carenar sobre una colchoneta desvencijada que mi hermana colocaba sobre el escaparate, que era el único lugar libre del cuarto que compartía con su marido y su hijo, para revolverme y fingir que dormía mientras asesinaba el fantasma de Estrella. La cosa se puso fea cuando la casera de mi hermana se percató de que había otro inquilino en la habitación. O me iba yo o se iba todo el mundo. Fue la última palabra de aquella cacatúa usurera con pescuezo inmejorable para el hacha de Raskolnikov. Me fui. Sesenta pesos al mes, un poco de aguante, y ya estaba resuelto mi problema en casa de los locos. Sobre la sala, habían construido una especie de mezanine de madera rústica. Unas vigas corrían de pared a pared, sobre las cuales se colocan tablas tan bastas como un tronco recién talado, y la escalera más abrupta que haya subido ser humano, para luego desplazarse casi en cuatro patas, porque el techo está pegado a la cabeza. A eso le llaman barbacoa. Ultimo aporte cubano a la arquitectura socialista. Y eso fue lo que alquilé. En ese lugar no me atrevía a tocar nada. Todo me producía asco.

Adopté la costumbre de deambular con un bolso en el cual trasladaba lo indispensable: toalla, cepillo dentífrico, jabón. En casa de cualquier amigo pedía permiso para usar el baño. Era preferible que meterme en aquella letrina de cuartel que los locos llamaban salle de bain, a lo francés. De comer, ni pensarlo. Mi estómago no estaba preparado para esas pruebas. Me puse escuálido como un ratón de ferretería. La gente pensaba que era de amor. Era de hambre, de asco. Estaba al borde de rendirme. Porque volver al pueblito de donde uno se marchó con sueños, y regresar desarbolado, como una goleta después de una tormenta tropical, es como entregársele vivo al enemigo. Y fue entonces que amainó el ciclón. El poeta partiría para Angola con la intención de escribir un libro sobre esa guerra, y su casa quedaría sola.

Bueno, lo de llamar casa al tumbadero del poeta es una exageración mía. Pero lo importante, es que me la ofreció, y yo vi los cielos abiertos. Los cielos, y alguna que otras piernas, porque en casa de los locos, ni soñarlo. En ese lugar, a más de que no me lo permitían, no se excitaba ni un soldado después de tres años de campaña. Y ya me iba haciendo falta ejercitar un poco los riñones. Zaira apareció entonces. Fue la tarde en que el académico nos invitó a una fiesta de despedida al poeta. Un poco de añejo y papas rellenas serían el pretexto para la conversación.

Yo andaba entonces con la Bola, como le decían mis amigos por su condición de ruso-cubana, quien no salía de una histeria para caer en la otra, a causa de los inconvenientes para solazarnos, y por lo cual se ganó aquel último mote de jugo de tuerca con que la bautizara el Beny Marqués. Y la pasábamos de maravilla en casa del académico, muy a pesar de Coya, una perraza de origen alemán que tenía aterrado al poeta. Sonó el timbre. El académico se disculpó. Fue a la puerta. A su regreso, venía acompañado de Zaira, quien traía todos los ingredientes para preparar un cake de chocolate. La Bola se aferró a mi brazo apresuradamente, como si hubiera visto entrar a Popota, el gato del séquito de Voland. Saludos, besitos. Zaira se fue a la cocina junto a la esposa del académico. El cake resultó todo un hallazgo del arte de la repostería. "Se lo moja a la momia de Nefertitis", dijo el poeta riendo. "Orgásmico", aseguró la propia Zaira. La Bola no lo comió. Temía engordar. Yo me harté. Me hacía falta rellenar el pellejo. Y el huéleme la chaqueta se armó a la hora de la partida. La Bola vivía en Siboney, un barriecito para gente que no pasaba los mismos sinsabores que yo en medio del socialismo cubano. Zaira, en el Vedado. El poeta, en la Víbora. Y yo en Centro Habana. ¿Qué hacer? La bondad del Poeta, único propietario de un automóvil, asignado en los tiempos en que gozaba de la protección del Poeta Nacional, salvó la situación.

"Yo los reparto", dijo. Y nos acomodamos. El Poeta, al volante. Su compañera de entonces, en el asiento delantero. Atrás, Zaira a la derecha, La Bola a la izquierda. Yo, con mi buena suerte y mi caballerosidad, al centro. Justo sobre el chichón del eje de transmisión, que dividía el asiento en dos mitades. Y a recorrer la ciudad.

Cuando dejamos a La Bola en su casa, furtivamente, para que sus padres no se dieran cuenta de que se liaba con un desarrapado como yo, seguíamos con deseos de fiestar. Se nos ocurrió comprar una botella de ron en el primer bar que halláramos abierto, e irnos para casa de la compañera del Poeta. Y al Poeta, por poco se le ripia el corazón con un infarto a menos de la mitad de la botella. A mí y a Zaira nos dio por intercambiar las camisas, por el simple motivo de que a ella le gustaba la que yo llevaba. Fue una batalla de rapidez. Al Poeta no le dio tiempo ni para volverse. Los pechos de Zaira aparecieron súbitos, como dispuestos a disparar contra los carámbanos de la lámpara del techo. Yo sentí un escalofrío en el torso desnudo, y apenas si trabábamos los últimos botones cuando la compañera del Poeta apareció en la sala, con sábanas y una almohada, y nos dijo: "Ahí pueden esperar la mañana", indicando el sofá.

Y vendrá la mañana, pero tú no vendrás. No vendrás esta noche en que ya el Poeta está contemplando las estrellas africanas, que son las mismas pero parecen otras. No vendrás esta noche en que ya el Poeta hurga la oscuridad angolana mientras añora El Pico Blanco, donde un cantante de filin se inspira en la noche cubana y tropical. No vendrás esta noche en que recuerdo al Poeta, y pienso brindarle un homenaje junto a tí, haciendo el amor hasta la amanecida, en este rincón de Cayo Hueso donde él ha soñado y amado tanto. No vendrás, Penélope. No, Ulisa. Penélope soy yo. Qué mal me queda este papel. Nunca he sabido esperar. Estoy al reventar. La mancha de humedad en la pared, donde ayer ella creyó ver uno de los delirios de Goya, no tiene tal rostro de espanto. Lo que tiene es cara de sátiro. Y me lanza chispitas de brillo con los ojos, y mueve las cejas burlonamente, indicándome que soy un tonto al esperarla, porque no vendrá, y creo ver que me saca la lengua y me abuchea y estoy al rente de arrojarle el vaso de aguardiente con jugo de tomate que bebo mientras aguardo. La calle Oquendo, en el mismo pálpito de Cayo Hueso, es una aventura peligrosa hasta para un hombre a las 11 de la noche.

Ninguna aventura. Empiezo a justificar su demora. Pero sí es una aventura. En este solar cualquiera te hala por un cuchillo y te degüella. Y en este solar cualquiera te presta manteca para que frías unos huevos que te alivien el hambre. Y en este solar cualquiera es abakuá y cualquiera es militante del partido. Y en este solar se sabe todo, menos para la policía, y ya saben que ella llega por las noches y nos la pasamos haciendo acrobacia entre los pilares de pino conque el Poeta ha tenido que apuntalar la barbacoa y el resto de la casa para que no se venga abajo. Y en este solar, coño, nos estamos abrazando porque acabas de llegar y me explicas que has demorado porque cocinabas unos garbanzos que saben a tus senos y que estamos devorando después de correr el riesgo de que tumbaras uno de los pilares mientras afincabas la pierna para asordinar el estruendo de tu risa y "mentira no fue así como lo cuentas, lo que pasó fue que al filo del orgasmo vi una cucaracha subiendo por la cama y cambié la pierna para que no me interrumpiera los latigazos del mundo que se me iba y de todos modos me lo jodió y por eso nunca he soportado las cucarachas a pesar de que les pusimos nombre a las que vivían con nosotros en casa del Poeta" y nos fajamos por detalles que en la memoria se tambalean como se tambalea el sonajero que ha colgado del techo donde pensamos ubicar el estudio.

Sexto Capítulo

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