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Introducción

Sobre el autor


Capítulo VIII


El Abuelo suplicó a Enmanuel que asesinara al Niño del Pífano. Le habían anunciado el fin del mundo, y creyó ver en el desastre de las pompas la señal evidente de todos los juicios pendientes. Tenía un miedo atroz por sus errores. No tenía memoria de que un enanito le saliera del cuerpo para mostrarle los caminos de La Ilusión, y su vida era una montaña de concreciones que ahora le abofeteaban las arrugas.

Sus ojos no querían creer que el niño de chaquetín negro y pantalón rojo y gorro con rebordes dorados fabricara de música un lugar habitable para los hombres. Y mucho menos que lo lograra a espaldas de la inapelable rueca que dentro de una burbuja gris giraba, indetenible y sorda.

Pero allí estaba la bomba azul que Ares se afanaba en redestruir con sus envíos de calamidades. Pero allí estaba la Troyana, arriesgando su anhelo mayor mientras hacía equilibrios sobre un relámpago detenido entre dos nubes. Pero allí estaba Argos, ladrándole a la noche, a la inextricable hondura de la noche, para que apareciera un mendigo que le sonriera después que muchos zapatos lustrosos le brindaran sólo el acíbar de los puntapiés. Pero allí estaba Enmanuel, debatiéndose entre la salvación de sus sentimientos o el suicidio espiritual si el Abuelo lograba demostrarle que la pompa azul no era más que una quimera.

El Abuelo suplicó a Enmanuel que asesinara al Niño del Pífano. Lo condujo hasta una pompa gris dentro de la cual una rueca chirriante y mohosa hilvanaba en la soledad más absoluta. Un reloj dejaba fluir la arena pacientemente, y cada vez que algún viento maléfico volteaba la clepsidra, la rueca cambiaba el sentido del hilo: los que estaban de cabeza se ponían de pie y los que estaban de pie se ponían de cabeza, y así la rueca se divertía a costa de todo lo que colgaba del hilo.

El Abuelo insistía en que Enmanuel grabara en su memoria la suerte del Triunfador. El Triunfador lidiaba con un león. En los altos estrados, todos apostaban a que sería devorado. El Triunfador no tenía otra alternativa que vencerlo. La batalla duró interminablemente. Poco importaba a los espectadores que el león destrozara al Triunfador, o que el Triunfador levantara la cabeza de la fiera como una bandera de victoria después de habérsela descuajado. Ellos sorbían ambrosía y saciaban su gula con el manso aderezo del cordero. Ellos tragaban infamantes alcoholes y se atragantaban con filetes sintéticos. Ellos querían simplemente olvidarse de las volteretas de la clepsidra y dejaban a los caprichos de la rueca la suerte del Triunfador, del león y de ellos mismos.

Cuando el hilo se combó después de la batalla y los poseídos de la violencia aplaudieron delirantemente al gladiador, el viento de los cambios atravesó la pompa gris y la clepsidra marcó otra pauta. El Triunfador, quien creía en la potencia de sus brazos, quedó colgado de los pies, y abajo, afuera, lejos de la sordidez de su pompa, con ojos turbios vislumbró una burbuja azul, donde una muchacha esperaba, haciendo equilibrio sobre un relámpago tendido entre dos nubes a que alguien la salvara del traspié y el descalabro. Pero la rueca lo había privado de más posibilidades para la hazaña. Decidió, sin alternativas, cerrar los ojos.

"¿Por qué cierras los ojos, por qué?, gritó Enmanuel desde el exterior. Pero el Triunfador sabía que había gastado su cuota de epopeyas, que todo intento posterior lo conduciría al desaliento y el ridículo, y prefirió dormirse colgado de los pies.

El Abuelo se refociló leyendo en los ojos de Enmanuel la opacidad del desaliento. Enmanuel enmudeció de impotencia. El Niño del Pífano no se inmutó. Estaba al borde de su penúltima nota, y todas las pompas explotarían de un instante a otro, para brindarle a Enmanuel la posibilidad de saberlo y rememorarlo todo antes de decidir la hazaña para la cual había sido elegido.

Argos ladraba. La equilibrista se jugaba la pisada sobre un relámpago, Afrodita acunaba sus bendiciones, Ares rabiaba sus maldiciones, y Enmanuel tenía los ojos encharcados por la lobreguez de la burbuja gris.

El último alarido del Triunfador rasgó las paredes de la pompa, y se escucharon nítidamente, anegando la noche de la ilusión, los pensamientos que más quemaban el pecho del gladiador.

Habrá un amanecer con más de dos senderos y el hombre será dueño de una elección sin prisa.

Enmanuel protegió con su cuerpo al Niño del Pífano para que no se embarrara con las salpicaduras. Junto a ellos, como fantasmas incoloros, trazaban la noche hacia la nada restos de rameras olorosas a mundo, generales desvaídos, payasos gimiendo como plañideras, nigromantes errados, predicadores enmudecidos, banqueros arruinados, y muchos, muchísimos hombres que una vez asesinaron a sus duendes y ahora los buscaban, ciegos, en la noche de las explosiones.

Enmanuel se incorporó, y notó de inmediato que el Niño del Pífano no estaba bajo la cobija que él había intentado con su cuerpo, sino que se extasiaba con la pompa azul, mientras guardaba el instrumento y a su lado se desleía una caravana de fantasmas incoloros. El Abuelo lloraba. Lloraba inconsolablemente, y le suplicaba a Enmanuel que asesinara al Niño del Pífano. No quería seguir viendo a la Troyana jugándose la vida sobre un relámpago. No quería seguir viendo el haz de luz transparente que ascendía y envolvía a la equilibrista en una redondez perfecta. No quería aceptar que existiera la pompa azul, porque ello destrozaría su vida, al ponerlo frente a todas las falacias y mentiras que había inventado para poder asistir a esta noche desde que se durmiera junto al río, después de la ruptura de su pompa azul, pompa que a todos se les quebraba, y que un alfeñique melodioso no podía reconstruir para nadie.

Enmanuel no pudo obedecer al Abuelo. Le había llegado el momento en que la sabiduría ajena no lo salvaba de su decisión propia. El Niño del Pífano se ruborizó como si alguien lo hubiera descubierto orinando sobre el jardín de una virgen. Argos tartamudeó al ladrar, y sólo la Troyana envió un guiño, que más bien parecía el titilar de un raro astro, y el Abuelo comprendió que había gastado su vida en equivocaciones.


Capítulo Siete

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